lunes, enero 16, 2006

Romántica Agonía

Para Alfonsina, la de la muerte romántica…


Todo fue rápido. Pensé que iba a demorar más, pero ni siquiera sentí cuando pasó todo. Solo fue un pequeño momento en el cual el paso de una vida a otra ni se marca por un túnel interminable, ni menos por una ascensión. Son solo idioteces, y ahora que calmadamente floto en el nuevo cuarto de vida que me propuse, todo se siente quieto. Calmado.

Solo unos cuantos peces se han fijado de mi presencia, ellos se entretienen hundiendo mí malogrado cuerpo, no por las magulladuras que pueda tener, sino por las llagas de un amor inquieto, deshonesto y traicionero que me hizo cometer esta esquizofrenia que navegaba en mí, como lo hago ahora yo en el mar. Los peces enredan mis cabellos largos con algas, coronándome como una reina desamparada y flotante, ellos retozan junto a mi, como una sinfonía anémica y paciente, que solo nada al unísono con ellos. Mi pobre ser, que podría estar dolido por una pérdida en vida, se relaja en la entrega plácida de su muerte.

Creo que ya no sufro. Ya no siento el pesar en mi alma, ni los atrevimientos locos de odio que salían sobre las hendiduras de mi pecho, lo único que me duele es ver mi hermoso vestido de brocato azul estropearse por las mareas. Mis zapatos se han despojado de mí, como lo hizo el collar de perlas que me acompaño, el único recuerdo de un trágico amor que ahogó mi ser con más dolor que mi propia muerte.

Llevo un par de días ya flotando, en profundidades que ni el hombre conoce. Fui guiada por medusas a lugares recónditos, quebrados por rayos de luz que se arrancan de la realidad a la cual pertenecen para sumergirse intrusamente en las oscuras depresiones del océano, iluminando espacios únicos e incomparables. Pero más bien sabe el destino, al cual por más que la muerte trate de burlar y no pueda, que en profundidades inexploradas siempre aguarda la imagen de aquel distinguido, marco irremediable de la triste desazón de quien arranca y choca con ese retrato, con la burla de la ira.

Escoltada por las medusas, encontré al fin, presa de corales y conchas de abandonados animales, mis bellas perlas que graciosamente colgaban de mi cuello al momento de mi inmersión, quise cogerlas para atesorarlas como recuerdo de un sufrimiento y de un tesoro, como quien guarda amargas experiencias para no ser cometidas nuevamente. Pero al tomarlas, encontré el nefasto testimonio de mi muerte notificada, una foto que me mostraba el ser y el motor de aquella caminata suicida, de mi cometido letal. No recodaba que hacia esa foto, no recordé ni como llegue aquí y por lo pronto no recuerdo como las medusas me abandonaron a la merced de un recuerdo que abría mis heridas, en un cuerpo hinchado y falto de sangre. Y de pronto golpeó mi mente, el mísero recuerdo de aquella tarde en la cual este salino y líquido elemento que me cubre por completo y que inunda mi cuerpo, se hizo presente en mi cuarto oscuro, como lagrimas derramadas una a una sobre mis mejillas, como el suave olor del mar entraba y bailaba suavemente con las cortinas blancas de la habitación, y fue ahí cuando lo vi, inquieto y constante, un océano que clamaba por mi, que prometía sosiego a mi estremecida alma. Y apretando en mis manos esa foto que ahora me evidenciaba, crucé la ancha avenida que me separaba de mi destino, secando algunas lagrimas para hacer espacio en mí a un océano, camine hacia la orilla, en la cual quise dejar mi tormentosa vida para hundirme en el acto casi sensual que me presentaba el mar, camine hacia el fondo, entregándome a mi muerte, en una bella bandeja de oro que reflejaba los últimos rayos del sol dorado que era mi único testigo. Y así fue como me hundí en este espacio, que ahora me rodeaba.

Entre estos recuerdos hinchados y blanquecinos, el dolor alejado por mi suicidio se hacia presente desde el pecho irradiando cada lugar de mi ser, dejé las perlas y la foto y comencé a arrancar, tratando de dejar atrás lo que me había seguido. Arranqué nuevamente de esa imagen, ya gastada por el mar que ahora ineludiblemente se hacia lagrimas en mi, escapé, si, escapé de ti, tratando de buscar otra muerte, otro suicidio, otro mar en el cual pudiese corroerme y vencerme, olvidándote, y entre tanto arranque y llanto, las olas comenzaron a azotarme, castigándome por el acto inconfesable de la muerte precipitada, de esa que se toma por decisión propia, ese pecado al cual el hombre puede darle forma por sus propias manos y el cual es su propio y único derecho en la vida, una a una me azotaban, cuarteando mi piel, resquebrajando cada uña, cada cabello y golpeándome, hasta llevarme a la orilla, donde todo comenzó.

Solo un par de niños que entre llantos y gritos despavoridos me recibieron, fui despojada del mar, ese mismo que me había coronado con algas que ahora colgaban sobre mí, como testimonios de un conmovedor vagabundeo por el mar. Que irónica puede ser la vida y la muerte, volví donde todo debía terminar, como obligándome a asumir mi dolor, ahora sin vida y con menos muerte que antes.

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