lunes, marzo 27, 2006

Inesperanza

Yo no mato, me mato.
Y cuando lo hago me hundo en un difícil mar de posibilidades…. Que no tienen salida, posibilidades ciegas de urdir otros planes para matar a otros y que, al tratar de concretarlos, arranco como niña, pues ya no soy capaz de matar a nadie.
Cuando te mato me estoy matando aunque no lo creas, por que mato un mundo lleno de mi, tu complejidad que se alborota y tus miles de posibilidades se van. Al demonio con matar al resto, debo matarme a mi misma. Lo anoto en mi libretita, bien grande: “A LAS 4:46 A.M. DEBO MATARME” ¿pero de que día?
….Aun espero frente al calendario.

Silenciosa en la penumbra, los miles de días pasan y aun no muero, o por lo menos aun no por mis propias manos. Paciente, prudente y sin mayor expectativa de vida, miro nuevamente la ventana, sigo viendo pasar gente, millones de ellos, y yo… espero mi muerte.

Un día se me ocurrió salir a la calle, “quizás allí esta el fin de mi destino” pensé, como pobre infeliz. Solo vi a una turba de gente alborotada, sus olores, sus colores, casi sentí que tocaba la coronilla de la muerte, aquellos fríos dedos que masajeaban mi cuello para luego torcerlo al infernal sonido del chirreo de mis dientes, pero todo fue un sueño mientras caminaba entre ellos, sedienta de respuestas y con un sin fin de preguntas a ellas, nada claro, solo la eterna pesadilla que ellos me ofrecían: un eterno escurrir del amor en las plazoletas, en las veredas y en las cunetas de la calle, árboles pintados de pasión, gente infectada de amor besándose y yo, en cadencia con el unísono sabor de la amargura, la eterna inesperanza en mi.

Pero ¿Qué es de esperar? ¿La muerte en mi? Deduzco que no me quiere, debe tener otros asuntos que atender, gente más necesitada que yo, al parecer me ignora o no tiene tiempo, ya que ayer me llego un mensaje de ella, decía que mi carne aun era muy exuberante para su eterno festín de fuego y azufre. Lo admito, duele, pero es cosa de costumbre, supongo que no me debe quedar mucho tampoco, es cosa de tiempo, al fin habemos dos tipos de desgraciados en el mundo: los que se arrastran y sobreviven y aquellos que no prosperan y se hunden.

Supongo que soy de los primeros, de aquellos que siguen dándose contra la pared una y otra vez, rompiéndose el seso mil veces, nos viene una y se nos vienen todas a la vez. Casualmente tenemos momentos de tranquilidad, pero terminamos espantados porque la tormenta es nuestro ambiente, no nos sentimos “a gusto” (¿o debería cambiar la palabra?) padecemos lo que llamo “El verdadero Síndrome de Down” que no es lo mismo que la enfermedad mental, sino que es un indicio de ir siempre hacia abajo, en vez de arriba… un pesimismo que llevamos incluido en las venas, es imposible negarlo, pero aun así, andamos como animas vivientes pero de muy mala muerte, tratando de mantenerse vivas en la muerte

¿O sea que ya estoy muerta? Me pregunto. Y si, tal vez. Quien sabe en realidad sobre la muerte, tal vez es un golpe fuerte de una milésima de segundo, en el cual no te das cuanta que cruzaste la delgadísima línea que separa la vida con la muerte… ni siquiera te viene a buscar, solo llega y no te das cuenta y ahí comienzas a vagar, pensando que estas vivo, sin comprender hasta que ¡plaf! descubres t realidad y ya estas metida hasta el cogote y bajo 6 metros de tierra ¿y que haces? Corres despavoridamente, sin saber a quien pedir ayuda o explicación, después de que deseaste tanto morir, entras en pánico, pides una oportunidad, lloras y penas por todos lados, sin dejar tranquilo a los demás que viven. Tu alma no descansa tranquila y por ende, tu cuerpo ya hinchado y podrido sigue vivo, de cierta manera. ¿Qué haces? nada, resignarte. Por lo mismo, me doy cuenta que ya da lo mismo estar vivo que muerto ¡que inesperanza tan grande! Pensé que iba a descansar cuando muriera.

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